jueves, 14 de diciembre de 2017

GRAFÍAS: MEMORIA DEL CONFLICTO

Para bien de la memoria y de las comunidades que la construyen en sus devenires, nos complace presentar dos crónicas del nuevo libro Grafías: Memorias del Conflicto escrito por el escritor e investigador Jandey Marcel Solviyerte. Este libro fue ganador de las Becas de Cultura y Patrimonio otorgadas por la el Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia y la gobernación de Antioquia en 2017. A Jandey muchas gracias por su contribución silenciosa al país...




…Y el país no existe

Sobre la superficie en alto relieve de un mapa de Colombia, analizo ingenuamente la posición en la que me hallo situado; un ínfimo punto es el corregimiento, sede de mi trashumancia en el día de hoy, y del cual partiré a otro lugar cuyos parajes jamás hayan visto mis ojos, ni mis sentidos todos se hallan en él compenetrado.
Deslizo el dedo del corazón por la cordillera central de los Andes y me encuentro con la cristiana sorpresa de estar dentro de la región antioqueña, tan llena de montañas, cuna de aguiluchos emplumados en cuyos nidos se ha perpetuado como un fósil viviente toda esa godarria rezandera, de camándula y lengua de víbora, de carriel, revólver y sombrero, de fusil, discurso y motosierra. Y me encuentro más en la sorpresa de reconocerme, al igual que ellos, hijo de estas montañas: ¡Virgen santísima, qué peligro!
Es tanto el susto producido por esta sensación que mi dedo índice señala intempestivamente a la región de La Macarena, en el departamento del Meta, y me abismo en la voluptuosidad de imaginarme dentro de las aguas del río de los cinco colores, Caño Cristales, esa es mi meta, paraíso natural que no sabemos si es nuestro, es decir, de los colombianos, porque hablar de Colombia es también hablar eufemísticamente; y más aún, es hablar místicamente, porque no hay fe más grande que creer en lo que ya no existe y seguir considerando que lo perdido aún nos pertenece.
Hagamos un recuento, refresquemos la cabeza, el cuerpo y la memoria con las aguas límpidas del río de los cinco colores, o con las párvulas nacientes que resbalan por las hojas de los frailejones en Tierradentro, del Puracé, o con las benditas aguas serenas de la Laguna de Guatavita, o con las blancas gotas del río Chinchiná desprendidas de la nieve pulcra del Kumanday a nuestras sienes; si os parece, fuere con las saltantes y juguetonas del Guadalupe que van a engrosar el río Porce, las represadas de El Peñol y de Guatapé, las vírgenes y dulces del Darién, del río San Juan, de la Laguna de Marimonda, del nudo del Paramillo, de Tatamá, del Sumapaz, de Santurbán, de Morotonque, de la Sierra Nevada, del Guatapurí; si os es preferible los turbios caudales del Bogotá, del Medellín; las frescas y ondulantes aguas del Samaná, del Río Claro; las furiosas corrientes del Cauca, del Magdalena; las selváticas del Atrato, del Ariari, las aguas del Orinoco, las del Amazonas; las arrecidas olas del mar Pacífico y el eterno piélago cantarino del mar Caribe bajo un firmamento de luz.
Colombia fue el gran sueño de Francisco de Miranda, con su tricolor y su cruz; un ideal planeado para toda la América Meridional. No más que un sueño, llegó a tener forma de 1819 a 1826[1], durante el Estado Colombiano, y abarcó los territorios de Venezuela, Nueva Granada, Panamá, Quito y Guayaquil. Perú no perteneció a la unión, y Bolivia fue un engendro de los próceres colombianos, un apéndice ubicado en el Alto Perú, mucho más cerca de Buenos Aires, sin comunicación directa con el resto de la nación.
Tras la separación del sueño bolivariano, soñado anteriormente por Miranda, Venezuela volvió a ser Venezuela; Quito y Guayaquil pasaron a ser Ecuador; Panamá y Nueva Granada llegaron a ser esta última; Perú siguió siendo, pero sin el Alto Perú; y éste pasó a ser un islote de encumbradas montañas, aislado del mar durante la guerra del Pacífico de 1878 y por ende del mundo, y se quedó como Bolivia, otro sueño que se desvanece apenas empieza uno a despertar.
En Nueva Granada, por una costumbre nostálgica y melodramática, se volvió a recurrir al nombre que nos emparienta de manera directa con los colonos, y se llamó Estados Unidos de Colombia en 1863, durante la época federal, hasta su última versión ratificada por la Regeneración, y el cual es el nombre que hoy porta, República de Colombia. Separado Panamá, sólo recayó sobre los habitantes de esta tierra el misterioso encanto de creer que habitamos en Colombia, o Colombeia. De apasionarnos con una historia añeja que cada vez suena más a fábula, a divertimento.
Colombia, cuando existió, fue una nación grande, soberana, fuerte. Madre de otras repúblicas desafió al yugo español, al inglés, al norteamericano. Sus soldados recorrieron la extensa geografía que abarca desde el Lago de Maracaibo a Guyana, de Panamá a El Callao, de Apure cruzando el Ariari y el Juanambú, hasta el Apurímac; atravesando Pisba, Chimborazo, Tungurahua, Pichincha, Junín, Ayacucho, para posarse gloriosos sobre el Condorcunca, cuello de cóndor, en las más firmes alturas andinas.
Colombia no puede ser sin venezolanos, ni panameños, ni ecuatorianos, ni bolivianos. No puede ser sólo la sombra de toda la grandeza antaño alcanzada. No puede seguir siendo el sofisma vicioso de unos pocos, la desgracia de los más, los sin nada.
Se refresca las sienes con el agua de la memoria y se da uno cuenta de lo que hemos perdido: y el país no existe. Un mapa en alto relieve nos revela que ya no hay lugar dónde ocultar a Colombia de sus enemigos. Y da tristeza saber que la mayoría de sus habitantes creen que aún existe, que está vivo, que les pertenece. No saben que mientras ellos, el 80 o el 85 % de la población, ocupan un mínimo de territorio, hacinados en las grandes cloacas que son las ciudades, el resto de la tierra permanece a merced de los usureros, de los ambiciosos, de esos mismos que los han aterrorizado con una guerra al parecer inacabable; que los prefieren así; allí entre las paredes de una pocilga, respirando el humo negro de sus fábricas, llenando sus arcas y sus cementerios.
Seamos sensatos: el país no existe; el país ha sido robado, y nos hemos visto reducidos a vivir lo que virtualmente nos obligan desde los noticieros y los programas de farándula, en la televisión. El país no existe; y toda esa espléndida naturaleza que está aquí, afuera, y que asalta los sentidos, no cabe nunca dentro de un mapa, hoy reducido a la zona andina y a unos cuantos puertos. Millones de hectáreas que nos pertenecen por derecho, están siendo parceladas, como quien juega Tío Rico, Monopolio. El país no existe. Siendo un magnate en esta tierra de nadie, alcanzará para comprar un lotecito de dos metros de largo, por noventa centímetros de ancho y con un metro de profundidad.


Briceño entre montañas, un pueblo rico empobrecido por la guerra

Quiero traer aquí a la memoria un capítulo sucedido en las montañas del norte de Antioquia, ese norte que tanto amo y del cual vienen mis ancestros; ese norte de cantores y poetas; de guerreros que han sabido conocer los vericuetos del monte espeso y de las escarpadas sierras de Toledo, Ituango, San José de La Montaña, San Andrés de Cuerquia, Briceño, Santa Rosa, Don Matías, Entrerríos, Yarumal, Valdivia, Campamento, Angostura, Carolina del Príncipe, Gómez Plata y Guadalupe. Como ya han transcurrido los años, disculparán, no los lectores, más bien los protagonistas de esta historia, si no rememoro a cabalidad cada uno de los detalles que otros ojos supieron atrapar y no los míos, que otros oídos captaron; las emociones que son propias de quien está percibiendo la realidad desde su óptica y la narra a su medida.
Se desgastaban rápidamente los últimos días del año 2002 cuando Andrés Pérez, líder cultural nacido en Briceño, nos extendió la invitación a una poetisa y a mí para realizar una lectura de poesía en su pueblo, a donde poco o nada se hacía por la cultura, sobre todo en el caso de las bellas artes, casi inexistentes por décadas en el municipio, según decía el anfitrión, quien se encontraba alegre de poder presentar algo novedoso entre los jóvenes. Acordados los términos con éste, la poeta y yo, que acabábamos de ser premiados en un concurso, fuimos a la cita, iniciada en la autopista que une a los pueblos del norte del valle de Aburrá y comunica con el mar. Allí nos subimos a un vehículo perteneciente a la alcaldía donde viajaban el inspector de policía, su conductor y dos personas más de la región.
El tramo hasta el alto de Ventanas fue tranquilo. Paramos a desayunar antes de ingresar a la vía que, a mano izquierda -inmediatamente después de pasar Ventanas- conduce a la población de Briceño. Es una carretera destapada en un terreno completamente irregular donde los vehículos tienen que hacer sacrificios de metal, llantas y motor, para poder transitar lo que más bien es una trocha agreste y enlodada. Cada trescientos metros, un poco más, un poco menos, desde las peñas enormes que son estas montañas se desprende una cascada que viene a golpear a la trocha y a hacer toda clase de estragos que mantienen una movilidad reducida. El vehículo en el que viajamos es una camioneta 4 x 4, y aun así, tiene el conductor que exigirlo en varios tramos muy deteriorados y donde el camino se torna inexistente.
A menos de media hora de recorrido por esta carretera encontramos el primer retén del ejército. Nos bajamos todos del vehículo. A hombres y a mujeres -con excepción de mi acompañante, a quien pareciera que los militares no observaran-, nos requisaron y pidieron nuestros documentos. Al encontrar todo en regla continuamos nuestro viaje mientras la carretera se empinaba hacia un alto que hacía más dificultosa la ruta de penetración a nuestro destino. Culminado el alto las brumas comienzan a cubrir los peñascos. A esta altura la vegetación es más pequeña y en algunas se forma una leve capa de escarcha. Sólo niebla y misterio.
Cuando el vehículo torna a bajar y se hace un claro donde el sol vuelve a ser el elemento que domina, vemos un ave grande con las alas extendidas tomando la luz del astro sobre una rama seca y gruesa. “Mira, es un cóndor”, me dice la amiga; “hermoso”, contesto maravillado, a lo cual las personas que con nosotros viajan, casi siempre en silencio, añaden con ese desdén que los humanos alcanzamos cuando lo exótico de la belleza se nos ha hecho cotidiano: “Ah, sí, el cóndor”. Sin embargo, esta emoción de ver a la más grande de las aves andinas, con su envergadura de casi tres metros, medida que denotaba juventud en el espécimen; esta emoción, de presenciar un animal que se dio por extinto, quedaría guardada desde entonces, como el momento en que por vez primera vi tal majestuosidad de alas en una montaña antioqueña. Más tarde, en otras latitudes las vería volar sobre los picos nevados.
Seguíamos avanzando y comenzaba a lo lejos a divisarse Briceño, asentado en medio de una montaña cuyas laderas escarpadas descienden abismales hacia las márgenes del río Espíritu Santo. Con todo, este primer avistamiento del pueblo era solo el anuncio de un viaje largo donde, siguiendo la carretera, nos perderíamos de aquella visión adentrándonos en una naturaleza espesa y florecida, en un abigarramiento de verdes follajes y de enredaderas que abrazaban a los árboles hasta secarlos. Bromelias colgadas de las ramas húmedas aparecían como saludándonos en cada recodo donde el vehículo se adentraba en plena selva.
A una hora de camino, después del primer retén, tuvimos el segundo, ésta vez por los paramilitares del Bloque Minero, al mando de Ramiro “Cuco” Vanoy. Nos hicieron bajar del vehículo. En esta ocasión, más que en la anterior, fui requisado de manera irrespetuosa y mis pertenencias revisadas con minuciosidad. Así mismo, nos exigieron las cédulas y por medio de un radio verificaron la información requerida. Al igual que en la anterior, la mujer, envuelta en el misterio de un halo que la protegía, una vez más no fue requisada. El vehículo siguió la ruta de descenso hasta que el clima se hizo más caliente, a orillas del Espíritu Santo, con sus aguas verde alga cuyas piedras resplandecen en el lecho cristalino. A esta latitud, el pueblo se ha perdido por completo, y lo único que existe es una naturaleza espléndida y feroz en cuyas vertientes se empiezan a ver los claros de monte, consecuencia de la coca.
El ascenso se inició y la carretera mejoró un poco de este otro lado del río, aun cuando seguía siendo una trocha. A lado y lado de la misma, en una intermitencia de quinientos metros, comenzaba a verse puestos de control de los paramilitares, y cuando ya nos encontrábamos a mitad de cordillera, a unos cuantos kilómetros del casco urbano, un tercer retén nos fue impuesto, aunque en este, más rutinario, sólo nos requisaron sin pedir los documentos. Al ingresar a las primeras calles, comencé a observar soldados y policías dedicados a hacer nada, mientras recorrían las calles simulando proteger a la población. En distintas esquinas paramilitares de civil o con el uniforme a medias y sin armamento largo se ubicaban dominando todo el panorama de la cotidianidad. Bajamos del vehículo observados por todos.
Nos despedimos del inspector, de sus acompañantes, agradeciendo la hospitalidad durante el recorrido, la cual, en verdad, no fue mayor a abrirnos un espacio en el vehículo. Andrés nos estaba esperando y nos dirigimos a un restaurante a almorzar. A mitad de la falda, como se dice en Antioquia, fue erigido este municipio el 27 de noviembre de 1980, aunque su fundación se remonta al año de 1886, cuando durante las guerras civiles de finales del siglo XIX, el general Manuel José Briceño acampara en este sitio, donde construiría una decena de casas y le diera por nombre Cañaveral; nombre que, con el tiempo, cambió a Nueva Granada y por último al de Briceño, en honor al militar conservador, veterano de un millar de batallas.
Tras el almuerzo caminamos en dirección a la casa de Andrés, donde fuimos hospedados. Una construcción de dos pisos con una amplia vista a las sierras imponentes sembradas de coca. Charlamos con él de las expectativas del evento, programado para las horas de la tarde, principio de la noche. Acomodamos los equipajes en dos habitaciones y descansamos del viaje que se hizo largo, aun cuando lleno de encuentros, de saber que se estaba al interior de un territorio donde la guerra no es un mal filme gringo, sino que el control que algunos grupos -de izquierda, de derecha y de ultraderecha- mantienen en las regiones, es real, y alcanza a sustituir la autoridad del Estado, ente invisible ante una realidad desnuda como el primer día del abandono. Entre pirámides naturales que encierran el terror y la zozobra está Briceño. Sus habitantes silenciados ante la inminencia de la muerte o, de lo que es peor, del destierro.
Es imposible olvidar que hacía poco más de 7 meses, 5 de mayo de 2002, estos mismos paramilitares cuyo dominio inició en 1999, comenzaron a ingresar al municipio venidos del Bajo Cauca, en especial de Tarazá y de El Doce, y fueron los perpetradores de la masacre de Chorrillos en la vereda Santa Ana, donde seis personas fueron detenidas en un vehículo en el cual se movilizaban y, con posterioridad, cuatro de ellas encontradas asesinadas. De las dos restantes víctimas aún no se sabe su paradero. El poder paramilitar en connivencia con miembros de la fuerza pública, afirmación confirmada en los tribunales por los autores, no solo se limita a los sembrados de coca y amapola, sino además a la obtención de minas con las cuales financiaban la consecución de su maquinaria bélica. A diez años del suceso, los comandantes paramilitares Ramiro Vanoy Murillo y Joaquín Alonso Jaramillo Mazo -quien operaba bajo el mando del primero-, apenas están aceptando su culpabilidad en los hechos.
Recabando información sobre el suceso, para el año 2009 Cuco Vanoy negó ante el Tribunal Superior de Medellín, Sala de Justicia y Paz, conocer los detalles de la masacre, en cuanto que su subalterno hubo admitido de pleno su responsabilidad el 24 de septiembre de 2008, a 6 años de la acción de barbarie. Incluso contó cómo fueron ejecutados: “Duraron 5 días retenidos. Les disparamos con fusiles y los dejamos tirados en la carretera. Al otro día los enterramos, los degollamos.” Confesión que ubica la posible fecha de la retención el 1 de mayo.
Por la inclinación de las sierras el sol se oculta tipo cuatro de la tarde y el espectáculo de la luz refleja los perfiles abismales de la cordillera, iluminando los innumerables sembrados de coca de un resplandor iridiscente. Salimos de la casa de Andrés en dirección al coliseo para el recital de música y de poesía. Es una placa polideportiva cubierta con techo de zinc, donde se reúne la población para distintos eventos, incluso cuando es requerida por los paramilitares para hablarles de manera amenazante y fortalecer su poder. Me sorprendí al ver que las graderías estaban llenas, de adultos, de ancianos y de una buena cantidad de jóvenes y niños. Un músico de guitarra clásica interpretó unas cuantas melodías europeas mezcladas con canciones andinas, finalizando con un poco de rock, siendo aplaudido por la concurrencia.
Durante el recital de poesía el público permaneció en silencio, expectante, mientras los versos que leíamos en lectura compartida eran recibidos con mucho agrado y respeto por parte de los pobladores. Conocedor del gusto por las rimas que tienen los campesinos de todas las latitudes del planeta, leí unos sonetos y una balada de tinte social, que estremecieron la sensibilidad de algunos de los que se hallaban sentados en las gradas. Tras nuestra intervención hubo un pequeño descanso, en el cual pudimos relacionarnos con algunas personas que se acercaron con el deseo de tener un ejemplar del libro que, -agotado al instante-, mi amiga y yo habíamos llevado para compartir con los presentes.
Culminado el descanso propuesto, un grupo de guitarreros sonaron unas guascas que removieron al coliseo entero, mientras la gente cantaba a pecho pleno, a garganta batiente las melodías de la más profunda montaña. Los Trovadores de Cuyo, Olimpo Cárdenas, Los Hermanos Uquillas, Los Yumbos, Los Villalpos, el Dueto Riobamba, El Compa Langus y sus Jornaleros. Solistas, conjuntos o duetos musicales, unos de lejanas tierras, otros de las propias cumbres antioqueñas, que dejaron su impronta en canciones que van en el viento, de voz en voz, rememorando penas y amores, ausencias y anhelos, tragedias y esperanzas.
A la salida del coliseo, donde una especie de burbuja proporcionada por el arte nos cubrió por un lapso de tres horas, salimos a la realidad nocturna de una población en jaque. Si bien al interior del recinto uno que otro miembro de las autodefensas se infiltró para ver qué era lo que la población hacía, la sana diversión alcanzada no dio pie a que algo fuera de la programación o ajeno a los intereses culturales apareciera en escena. Pensé en el instante en que Andrés nos invitó, descalificando él mismo en parte a la cultura de su pueblo, y recordé, después de habitar en este espacio variopinto, de fraternal encuentro en comunidad, escuchando canciones cuya poesía atraviesa los vericuetos de la triste alma campesina y dulcifican un poco la existencia, una frase citada por Jorge Zalamea que leí años atrás: “Ningún pueblo es subdesarrollado en cultura”, y en aquella noche tuvimos una demostración de lo afirmado.
Cenamos una sopa de mondongo (preparada por unas manos magistrales que no conocí), acompañada de un aguacate que parecía mantequilla, y tras reposar un poco en casa de Andrés, decidimos salir a la noche de Briceño, con cantinas repletas de campesinos, de música encendida a plenitud. Ingresamos a una taberna cuya baja luz apenas dejaba percibir los perfiles de los concurrentes. Hombres y mujeres bailaban música tropical, de la misma que se escucha en todos los lugares de Colombia: “Cuando tú te hayas ido, me envolverán las sombras…”, “Tus besos son, los que me dan alegría…”, “Adonai, por qué te casaste Adonai…”, muchos vallenatos y corridos norteños. La música estridente impedía percibir siquiera las conversaciones; tras permanecer un tiempo suficiente se adaptaron los ojos a la oscuridad casi plena, salvo por una luz intermitente de discoteca que a veces se encendía e iluminaba la pista de baile. Eran jóvenes huidizos detrás de hembras efímeras -que al día de mañana olvidarían antes de seguir las jornadas de Marte-. El perenne deseo hizo presencia aquella noche, entre el corro de muchachas que expelía aromas y fragancias en el ambiente.
A eso de la medianoche nos fuimos a dormir a la espera de que transcurriese la madrugada y llegara el día siguiente y poder tomar el primer bus de regreso a Medellín. Con todo, la primera flota nos dejó y tuvimos que quedarnos a la espera de la segunda que salía después de las seis de la mañana. Por entre los cerros ubicados al frente de la población la luz comenzó a clarear todo el borde de la cordillera con un color rojizo, dejando entrever el vuelo de las aves mañaneras que cruzan en bandadas por el firmamento de Briceño. Los picos cada vez más encendidos permitían observar una columna de paramilitares en el perfil de la montaña: “Cerros florecidos de niños armados, rostros de plomo y de paludismo”, fue el verso que me llegó a la mente, y del cual surgió luego un poema, fruto de esta estancia. Llamé a la poetisa, quien disfrutaba de un café con leche en una cafetería para que observara la imagen. Cientos de jóvenes armados con fusil fueron desapareciendo de nuestra vista a medida que amanecía.
Subimos al vehículo que hacía unos minutos había aparcado a un costado de la plaza del pueblo y observamos por aquella última vez las calles de Briceño, algunas de sus gentes que aun con todo y la imposición de la guerra salen a hacer sus asuntos cotidianos: vender productos en la plaza, dirigirse a los corregimientos, Las Auras o Berlín, o a algunas de las veredas: Guriman, Palmichal, Orejón, La Calera, El Anime, El Cedral, Moravia, Santa Ana.
El bus se iba adentrando en esta geografía olvidada de dios, cooptada por la criminalidad, por la ausencia del Estado y por el temor vívido de los pobladores. La riqueza hídrica de la región seguía cobrando su cuota a la carretera, bañado Briceño por infinidad de quebradas y los ríos Cauca y Espíritu Santo. Luego de cruzar el puente de regreso por este último afluente, el bus se detuvo en medio de la manigua más desolada. Casi una hora después logramos salir del atolladero, habiendo quedado las ruedas izquierdas traseras sobre una superficie en falso a bordo de un abismo. Faltaba un último retén de salida, esta vez por el frente 36 de las FARC, donde, al igual que en los anteriores, la presencia de la amiga no importunó a los guerrilleros. Sin más contratiempos llegamos a la troncal al mar virando el rumbo a Medellín.
Evoqué una vez más al cóndor, aunque no lo viera ya en el esplendor de su vuelo. Un animal concebido como extinto en estas tierras del norte, aún planeaba sobre los picos imponentes. A medida que el bus descendía hasta el valle de Aburrá, el recuerdo de aquellas personas felices en aquel coliseo, disfrutando de una noche de arte en medio de los desastres de los enfrentamientos, me dio a pensar en la fortaleza de sus espíritus para poder resistir el azote de todas las formas de violencia posibles, la carencia de todos los derechos fundamentales, y sentí una gran aflicción por estos compatriotas, aprisionados por las tenazas del conflicto armado, y a la vez una súbita alegría, como si algo al interior apaciguara mis pensamientos, una especie de bálsamo que sana las heridas: la memoria como principio de reconciliación.
Briceño había quedado atrás físicamente, pero en mi ser, un pedazo de esta tierra y el cariño de sus gentes quedaban grabados como una inscripción sobre la roca. “Un día vencerá la memoria”, pensé, y sumadas todas las memorias quizá envuelvan el futuro en un manto de verdad y de justicia a las víctimas de este pueblo, incrustado entre montañas, redivivo.
















[1] Téngase en cuenta la insurrección de Valencia acaudillada por Páez, lo que daría pie a enfrentamientos jurídicos entre granadinos y venezolanos. La separación de 1830 fue consecuencia de este suceso. 

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