Para bien de la memoria y de las comunidades que la construyen en sus devenires, nos complace presentar dos crónicas del nuevo libro Grafías: Memorias del Conflicto escrito por el escritor e investigador Jandey Marcel Solviyerte. Este libro fue ganador de las Becas de Cultura y Patrimonio otorgadas por la el Instituto de Cultura y Patrimonio de Antioquia y la gobernación de Antioquia en 2017. A Jandey muchas gracias por su contribución silenciosa al país...
…Y el país no existe
Sobre la superficie en alto
relieve de un mapa de Colombia, analizo ingenuamente la posición en la que me
hallo situado; un ínfimo punto es el corregimiento, sede de mi trashumancia en
el día de hoy, y del cual partiré a otro lugar cuyos parajes jamás hayan visto
mis ojos, ni mis sentidos todos se hallan en él compenetrado.
Deslizo el dedo del corazón
por la cordillera central de los Andes y me encuentro con la cristiana sorpresa
de estar dentro de la región antioqueña, tan llena de montañas, cuna de
aguiluchos emplumados en cuyos nidos se ha perpetuado como un fósil viviente
toda esa godarria rezandera, de camándula y lengua de víbora, de carriel,
revólver y sombrero, de fusil, discurso y motosierra. Y me encuentro más en la
sorpresa de reconocerme, al igual que ellos, hijo de estas montañas: ¡Virgen
santísima, qué peligro!
Es tanto el susto producido
por esta sensación que mi dedo índice señala intempestivamente a la región de
La Macarena, en el departamento del Meta, y me abismo en la voluptuosidad de
imaginarme dentro de las aguas del río de los cinco colores, Caño Cristales,
esa es mi meta, paraíso natural que no sabemos si es nuestro, es decir, de los
colombianos, porque hablar de Colombia es también hablar eufemísticamente; y más
aún, es hablar místicamente, porque no hay fe más grande que creer en lo que ya
no existe y seguir considerando que lo perdido aún nos pertenece.
Hagamos un recuento,
refresquemos la cabeza, el cuerpo y la memoria con las aguas límpidas del río
de los cinco colores, o con las párvulas nacientes que resbalan por las hojas
de los frailejones en Tierradentro, del Puracé, o con las benditas aguas
serenas de la Laguna de Guatavita, o con las blancas gotas del río Chinchiná
desprendidas de la nieve pulcra del Kumanday a nuestras sienes; si os parece,
fuere con las saltantes y juguetonas del Guadalupe que van a engrosar el río
Porce, las represadas de El Peñol y de Guatapé, las vírgenes y dulces del
Darién, del río San Juan, de la Laguna de Marimonda, del nudo del Paramillo, de
Tatamá, del Sumapaz, de Santurbán, de Morotonque, de la Sierra Nevada, del
Guatapurí; si os es preferible los turbios caudales del Bogotá, del Medellín;
las frescas y ondulantes aguas del Samaná, del Río Claro; las furiosas
corrientes del Cauca, del Magdalena; las selváticas del Atrato, del Ariari, las
aguas del Orinoco, las del Amazonas; las arrecidas olas del mar Pacífico y el
eterno piélago cantarino del mar Caribe bajo un firmamento de luz.
Colombia fue el gran sueño de
Francisco de Miranda, con su tricolor y su cruz; un ideal planeado para toda la
América Meridional. No más que un sueño, llegó a tener forma de 1819 a 1826[1], durante el Estado
Colombiano, y abarcó los territorios de Venezuela, Nueva Granada, Panamá, Quito
y Guayaquil. Perú no perteneció a la unión, y Bolivia fue un engendro de los
próceres colombianos, un apéndice ubicado en el Alto Perú, mucho más cerca de
Buenos Aires, sin comunicación directa con el resto de la nación.
Tras la separación del sueño
bolivariano, soñado anteriormente por Miranda, Venezuela volvió a ser
Venezuela; Quito y Guayaquil pasaron a ser Ecuador; Panamá y Nueva Granada
llegaron a ser esta última; Perú siguió siendo, pero sin el Alto Perú; y éste
pasó a ser un islote de encumbradas montañas, aislado del mar durante la guerra
del Pacífico de 1878 y por ende del mundo, y se quedó como Bolivia, otro sueño
que se desvanece apenas empieza uno a despertar.
En Nueva Granada, por una
costumbre nostálgica y melodramática, se volvió a recurrir al nombre que nos emparienta
de manera directa con los colonos, y se llamó Estados Unidos de Colombia en
1863, durante la época federal, hasta su última versión ratificada por la
Regeneración, y el cual es el nombre que hoy porta, República de Colombia.
Separado Panamá, sólo recayó sobre los habitantes de esta tierra el misterioso
encanto de creer que habitamos en Colombia, o Colombeia. De apasionarnos con una historia añeja que cada vez
suena más a fábula, a divertimento.
Colombia, cuando existió, fue
una nación grande, soberana, fuerte. Madre de otras repúblicas desafió al yugo
español, al inglés, al norteamericano. Sus soldados recorrieron la extensa
geografía que abarca desde el Lago de Maracaibo a Guyana, de Panamá a El
Callao, de Apure cruzando el Ariari y el Juanambú, hasta el Apurímac;
atravesando Pisba, Chimborazo, Tungurahua, Pichincha, Junín, Ayacucho, para
posarse gloriosos sobre el Condorcunca, cuello de cóndor, en las más firmes
alturas andinas.
Colombia no puede ser sin
venezolanos, ni panameños, ni ecuatorianos, ni bolivianos. No puede ser sólo la
sombra de toda la grandeza antaño alcanzada. No puede seguir siendo el sofisma
vicioso de unos pocos, la desgracia de los más, los sin nada.
Se refresca las sienes con el
agua de la memoria y se da uno cuenta de lo que hemos perdido: y el país no
existe. Un mapa en alto relieve nos revela que ya no hay lugar dónde ocultar a
Colombia de sus enemigos. Y da tristeza saber que la mayoría de sus habitantes
creen que aún existe, que está vivo, que les pertenece. No saben que mientras
ellos, el 80 o el 85 % de la población, ocupan un mínimo de territorio,
hacinados en las grandes cloacas que son las ciudades, el resto de la tierra
permanece a merced de los usureros, de los ambiciosos, de esos mismos que los
han aterrorizado con una guerra al parecer inacabable; que los prefieren así;
allí entre las paredes de una pocilga, respirando el humo negro de sus
fábricas, llenando sus arcas y sus cementerios.
Seamos sensatos: el país no
existe; el país ha sido robado, y nos hemos visto reducidos a vivir lo que
virtualmente nos obligan desde los noticieros y los programas de farándula, en
la televisión. El país no existe; y toda esa espléndida naturaleza que está
aquí, afuera, y que asalta los sentidos, no cabe nunca dentro de un mapa, hoy reducido
a la zona andina y a unos cuantos puertos. Millones de hectáreas que nos
pertenecen por derecho, están siendo parceladas, como quien juega Tío Rico,
Monopolio. El país no existe. Siendo un magnate en esta tierra de nadie,
alcanzará para comprar un lotecito de dos metros de largo, por noventa
centímetros de ancho y con un metro de profundidad.
Briceño entre montañas, un pueblo rico empobrecido por
la guerra
Quiero traer aquí a la memoria
un capítulo sucedido en las montañas del norte de Antioquia, ese norte que
tanto amo y del cual vienen mis ancestros; ese norte de cantores y poetas; de
guerreros que han sabido conocer los vericuetos del monte espeso y de las
escarpadas sierras de Toledo, Ituango, San José de La Montaña, San Andrés de
Cuerquia, Briceño, Santa Rosa, Don Matías, Entrerríos, Yarumal, Valdivia,
Campamento, Angostura, Carolina del Príncipe, Gómez Plata y Guadalupe. Como ya
han transcurrido los años, disculparán, no los lectores, más bien los
protagonistas de esta historia, si no rememoro a cabalidad cada uno de los
detalles que otros ojos supieron atrapar y no los míos, que otros oídos
captaron; las emociones que son propias de quien está percibiendo la realidad
desde su óptica y la narra a su medida.
Se desgastaban rápidamente los
últimos días del año 2002 cuando Andrés Pérez, líder cultural nacido en
Briceño, nos extendió la invitación a una poetisa y a mí para realizar una
lectura de poesía en su pueblo, a donde poco o nada se hacía por la cultura,
sobre todo en el caso de las bellas artes, casi inexistentes por décadas en el
municipio, según decía el anfitrión, quien se encontraba alegre de poder
presentar algo novedoso entre los jóvenes. Acordados los términos con éste, la
poeta y yo, que acabábamos de ser premiados en un concurso, fuimos a la cita,
iniciada en la autopista que une a los pueblos del norte del valle de Aburrá y
comunica con el mar. Allí nos subimos a un vehículo perteneciente a la alcaldía
donde viajaban el inspector de policía, su conductor y dos personas más de la
región.
El tramo hasta el alto de
Ventanas fue tranquilo. Paramos a desayunar antes de ingresar a la vía que, a
mano izquierda -inmediatamente después de pasar Ventanas- conduce a la
población de Briceño. Es una carretera destapada en un terreno completamente
irregular donde los vehículos tienen que hacer sacrificios de metal, llantas y
motor, para poder transitar lo que más bien es una trocha agreste y enlodada.
Cada trescientos metros, un poco más, un poco menos, desde las peñas enormes
que son estas montañas se desprende una cascada que viene a golpear a la trocha
y a hacer toda clase de estragos que mantienen una movilidad reducida. El
vehículo en el que viajamos es una camioneta 4 x 4, y aun así, tiene el
conductor que exigirlo en varios tramos muy deteriorados y donde el camino se
torna inexistente.
A menos de media hora de
recorrido por esta carretera encontramos el primer retén del ejército. Nos
bajamos todos del vehículo. A hombres y a mujeres -con excepción de mi
acompañante, a quien pareciera que los militares no observaran-, nos requisaron
y pidieron nuestros documentos. Al encontrar todo en regla continuamos nuestro
viaje mientras la carretera se empinaba hacia un alto que hacía más dificultosa
la ruta de penetración a nuestro destino. Culminado el alto las brumas
comienzan a cubrir los peñascos. A esta altura la vegetación es más pequeña y
en algunas se forma una leve capa de escarcha. Sólo niebla y misterio.
Cuando el vehículo torna a
bajar y se hace un claro donde el sol vuelve a ser el elemento que domina,
vemos un ave grande con las alas extendidas tomando la luz del astro sobre una
rama seca y gruesa. “Mira, es un cóndor”, me dice la amiga; “hermoso”, contesto
maravillado, a lo cual las personas que con nosotros viajan, casi siempre en
silencio, añaden con ese desdén que los humanos alcanzamos cuando lo exótico de
la belleza se nos ha hecho cotidiano: “Ah, sí, el cóndor”. Sin embargo, esta
emoción de ver a la más grande de las aves andinas, con su envergadura de casi
tres metros, medida que denotaba juventud en el espécimen; esta emoción, de
presenciar un animal que se dio por extinto, quedaría guardada desde entonces,
como el momento en que por vez primera vi tal majestuosidad de alas en una
montaña antioqueña. Más tarde, en otras latitudes las vería volar sobre los
picos nevados.
Seguíamos avanzando y
comenzaba a lo lejos a divisarse Briceño, asentado en medio de una montaña
cuyas laderas escarpadas descienden abismales hacia las márgenes del río
Espíritu Santo. Con todo, este primer avistamiento del pueblo era solo el
anuncio de un viaje largo donde, siguiendo la carretera, nos perderíamos de
aquella visión adentrándonos en una naturaleza espesa y florecida, en un
abigarramiento de verdes follajes y de enredaderas que abrazaban a los árboles
hasta secarlos. Bromelias colgadas de las ramas húmedas aparecían como
saludándonos en cada recodo donde el vehículo se adentraba en plena selva.
A una hora de camino, después
del primer retén, tuvimos el segundo, ésta vez por los paramilitares del Bloque
Minero, al mando de Ramiro “Cuco” Vanoy. Nos hicieron bajar del vehículo. En
esta ocasión, más que en la anterior, fui requisado de manera irrespetuosa y
mis pertenencias revisadas con minuciosidad. Así mismo, nos exigieron las
cédulas y por medio de un radio verificaron la información requerida. Al igual
que en la anterior, la mujer, envuelta en el misterio de un halo que la
protegía, una vez más no fue requisada. El vehículo siguió la ruta de descenso
hasta que el clima se hizo más caliente, a orillas del Espíritu Santo, con sus
aguas verde alga cuyas piedras resplandecen en el lecho cristalino. A esta
latitud, el pueblo se ha perdido por completo, y lo único que existe es una
naturaleza espléndida y feroz en cuyas vertientes se empiezan a ver los claros
de monte, consecuencia de la coca.
El ascenso se inició y la
carretera mejoró un poco de este otro lado del río, aun cuando seguía siendo
una trocha. A lado y lado de la misma, en una intermitencia de quinientos
metros, comenzaba a verse puestos de control de los paramilitares, y cuando ya
nos encontrábamos a mitad de cordillera, a unos cuantos kilómetros del casco
urbano, un tercer retén nos fue impuesto, aunque en este, más rutinario, sólo
nos requisaron sin pedir los documentos. Al ingresar a las primeras calles,
comencé a observar soldados y policías dedicados a hacer nada, mientras
recorrían las calles simulando proteger a la población. En distintas esquinas paramilitares
de civil o con el uniforme a medias y sin armamento largo se ubicaban dominando
todo el panorama de la cotidianidad. Bajamos del vehículo observados por todos.
Nos despedimos del inspector,
de sus acompañantes, agradeciendo la hospitalidad durante el recorrido, la
cual, en verdad, no fue mayor a abrirnos un espacio en el vehículo. Andrés nos
estaba esperando y nos dirigimos a un restaurante a almorzar. A mitad de la
falda, como se dice en Antioquia, fue erigido este municipio el 27 de noviembre
de 1980, aunque su fundación se remonta al año de 1886, cuando durante las
guerras civiles de finales del siglo XIX, el general Manuel José Briceño acampara en este
sitio, donde construiría una decena de casas y le diera por nombre Cañaveral;
nombre que, con el tiempo, cambió a Nueva Granada y por último al de Briceño,
en honor al militar conservador, veterano de un millar de batallas.
Tras el almuerzo caminamos en
dirección a la casa de Andrés, donde fuimos hospedados. Una construcción de dos
pisos con una amplia vista a las sierras imponentes sembradas de coca.
Charlamos con él de las expectativas del evento, programado para las horas de
la tarde, principio de la noche. Acomodamos los equipajes en dos habitaciones y
descansamos del viaje que se hizo largo, aun cuando lleno de encuentros, de
saber que se estaba al interior de un territorio donde la guerra no es un mal
filme gringo, sino que el control que algunos grupos -de izquierda, de derecha
y de ultraderecha- mantienen en las regiones, es real, y alcanza a sustituir la
autoridad del Estado, ente invisible ante una realidad desnuda como el primer
día del abandono. Entre pirámides naturales que encierran el terror y la
zozobra está Briceño. Sus habitantes silenciados ante la inminencia de la
muerte o, de lo que es peor, del destierro.
Es imposible olvidar que hacía
poco más de 7 meses, 5 de mayo de 2002, estos mismos paramilitares cuyo dominio
inició en 1999, comenzaron a ingresar al municipio venidos del Bajo Cauca, en
especial de Tarazá y de El Doce, y fueron los perpetradores de la masacre de
Chorrillos en la vereda Santa Ana, donde seis personas fueron detenidas en un
vehículo en el cual se movilizaban y, con posterioridad, cuatro de ellas
encontradas asesinadas. De las dos restantes víctimas aún no se sabe su
paradero. El poder paramilitar en connivencia con miembros de la fuerza
pública, afirmación confirmada en los tribunales por los autores, no solo se
limita a los sembrados de coca y amapola, sino además a la obtención de minas con
las cuales financiaban la consecución de su maquinaria bélica. A diez años del
suceso, los comandantes paramilitares Ramiro Vanoy Murillo y Joaquín Alonso
Jaramillo Mazo -quien operaba bajo el mando del primero-, apenas están
aceptando su culpabilidad en los hechos.
Recabando información sobre el
suceso, para el año 2009 Cuco Vanoy negó ante el Tribunal Superior de Medellín,
Sala de Justicia y Paz, conocer los detalles de la masacre, en cuanto que su
subalterno hubo admitido de pleno su responsabilidad el 24 de septiembre de
2008, a 6 años de la acción de barbarie. Incluso contó cómo fueron ejecutados:
“Duraron 5 días retenidos. Les disparamos con
fusiles y los dejamos tirados en la carretera. Al otro día los enterramos, los
degollamos.” Confesión que ubica la posible fecha de la retención el 1 de mayo.
Por la inclinación de las
sierras el sol se oculta tipo cuatro de la tarde y el espectáculo de la luz
refleja los perfiles abismales de la cordillera, iluminando los innumerables
sembrados de coca de un resplandor iridiscente. Salimos de la casa de Andrés en
dirección al coliseo para el recital de música y de poesía. Es una placa
polideportiva cubierta con techo de zinc, donde se reúne la población para
distintos eventos, incluso cuando es requerida por los paramilitares para
hablarles de manera amenazante y fortalecer su poder. Me sorprendí al ver que
las graderías estaban llenas, de adultos, de ancianos y de una buena cantidad
de jóvenes y niños. Un músico de guitarra clásica interpretó unas cuantas
melodías europeas mezcladas con canciones andinas, finalizando con un poco de
rock, siendo aplaudido por la concurrencia.
Durante el recital de poesía
el público permaneció en silencio, expectante, mientras los versos que leíamos
en lectura compartida eran recibidos con mucho agrado y respeto por parte de
los pobladores. Conocedor del gusto por las rimas que tienen los campesinos de
todas las latitudes del planeta, leí unos sonetos y una balada de tinte social,
que estremecieron la sensibilidad de algunos de los que se hallaban sentados en
las gradas. Tras nuestra intervención hubo un pequeño descanso, en el cual
pudimos relacionarnos con algunas personas que se acercaron con el deseo de
tener un ejemplar del libro que, -agotado al instante-, mi amiga y yo habíamos llevado
para compartir con los presentes.
Culminado el descanso
propuesto, un grupo de guitarreros sonaron unas guascas que removieron al
coliseo entero, mientras la gente cantaba a pecho pleno, a garganta batiente
las melodías de la más profunda montaña. Los Trovadores de Cuyo, Olimpo
Cárdenas, Los Hermanos Uquillas, Los Yumbos, Los Villalpos, el Dueto Riobamba,
El Compa Langus y sus Jornaleros. Solistas, conjuntos o duetos musicales, unos
de lejanas tierras, otros de las propias cumbres antioqueñas, que dejaron su
impronta en canciones que van en el viento, de voz en voz, rememorando penas y
amores, ausencias y anhelos, tragedias y esperanzas.
A la salida del coliseo, donde
una especie de burbuja proporcionada por el arte nos cubrió por un lapso de
tres horas, salimos a la realidad nocturna de una población en jaque. Si bien
al interior del recinto uno que otro miembro de las autodefensas se infiltró
para ver qué era lo que la población hacía, la sana diversión alcanzada no dio
pie a que algo fuera de la programación o ajeno a los intereses culturales
apareciera en escena. Pensé en el instante en que Andrés nos invitó,
descalificando él mismo en parte a la cultura de su pueblo, y recordé, después
de habitar en este espacio variopinto, de fraternal encuentro en comunidad,
escuchando canciones cuya poesía atraviesa los vericuetos de la triste alma
campesina y dulcifican un poco la existencia, una frase citada por Jorge
Zalamea que leí años atrás: “Ningún pueblo es subdesarrollado en cultura”, y en
aquella noche tuvimos una demostración de lo afirmado.
Cenamos una sopa de mondongo
(preparada por unas manos magistrales que no conocí), acompañada de un aguacate
que parecía mantequilla, y tras reposar un poco en casa de Andrés, decidimos
salir a la noche de Briceño, con cantinas repletas de campesinos, de música
encendida a plenitud. Ingresamos a una taberna cuya baja luz apenas dejaba
percibir los perfiles de los concurrentes. Hombres y mujeres bailaban música
tropical, de la misma que se escucha en todos los lugares de Colombia: “Cuando
tú te hayas ido, me envolverán las sombras…”, “Tus besos son, los que me dan
alegría…”, “Adonai, por qué te casaste Adonai…”, muchos vallenatos y corridos
norteños. La música estridente impedía percibir siquiera las conversaciones; tras
permanecer un tiempo suficiente se adaptaron los ojos a la oscuridad casi
plena, salvo por una luz intermitente de discoteca que a veces se encendía e
iluminaba la pista de baile. Eran jóvenes huidizos detrás de hembras efímeras
-que al día de mañana olvidarían antes de seguir las jornadas de Marte-. El
perenne deseo hizo presencia aquella noche, entre el corro de muchachas que
expelía aromas y fragancias en el ambiente.
A eso de la medianoche nos
fuimos a dormir a la espera de que transcurriese la madrugada y llegara el día
siguiente y poder tomar el primer bus de regreso a Medellín. Con todo, la
primera flota nos dejó y tuvimos que quedarnos a la espera de la segunda que
salía después de las seis de la mañana. Por entre los cerros ubicados al frente
de la población la luz comenzó a clarear todo el borde de la cordillera con un
color rojizo, dejando entrever el vuelo de las aves mañaneras que cruzan en
bandadas por el firmamento de Briceño. Los picos cada vez más encendidos
permitían observar una columna de paramilitares en el perfil de la montaña:
“Cerros florecidos de niños armados, rostros de plomo y de paludismo”, fue el
verso que me llegó a la mente, y del cual surgió luego un poema, fruto de esta
estancia. Llamé a la poetisa, quien disfrutaba de un café con leche en una
cafetería para que observara la imagen. Cientos de jóvenes armados con fusil
fueron desapareciendo de nuestra vista a medida que amanecía.
Subimos al vehículo que hacía
unos minutos había aparcado a un costado de la plaza del pueblo y observamos
por aquella última vez las calles de Briceño, algunas de sus gentes que aun con
todo y la imposición de la guerra salen a hacer sus asuntos cotidianos: vender
productos en la plaza, dirigirse a los corregimientos, Las Auras o Berlín, o a
algunas de las veredas: Guriman, Palmichal, Orejón, La Calera, El Anime, El
Cedral, Moravia, Santa Ana.
El bus se iba adentrando en
esta geografía olvidada de dios, cooptada por la criminalidad, por la ausencia
del Estado y por el temor vívido de los pobladores. La riqueza hídrica de la
región seguía cobrando su cuota a la carretera, bañado Briceño por infinidad de
quebradas y los ríos Cauca y Espíritu Santo. Luego de cruzar el puente de
regreso por este último afluente, el bus se detuvo en medio de la manigua más
desolada. Casi una hora después logramos salir del atolladero, habiendo quedado
las ruedas izquierdas traseras sobre una superficie en falso a bordo de un
abismo. Faltaba un último retén de salida, esta vez por el frente 36 de las
FARC, donde, al igual que en los anteriores, la presencia de la amiga no
importunó a los guerrilleros. Sin más contratiempos llegamos a la troncal al
mar virando el rumbo a Medellín.
Evoqué una vez más al cóndor,
aunque no lo viera ya en el esplendor de su vuelo. Un animal concebido como
extinto en estas tierras del norte, aún planeaba sobre los picos imponentes. A
medida que el bus descendía hasta el valle de Aburrá, el recuerdo de aquellas
personas felices en aquel coliseo, disfrutando de una noche de arte en medio de
los desastres de los enfrentamientos, me dio a pensar en la fortaleza de sus
espíritus para poder resistir el azote de todas las formas de violencia
posibles, la carencia de todos los derechos fundamentales, y sentí una gran
aflicción por estos compatriotas, aprisionados por las tenazas del conflicto
armado, y a la vez una súbita alegría, como si algo al interior apaciguara mis
pensamientos, una especie de bálsamo que sana las heridas: la memoria como
principio de reconciliación.
Briceño había quedado atrás
físicamente, pero en mi ser, un pedazo de esta tierra y el cariño de sus gentes
quedaban grabados como una inscripción sobre la roca. “Un día vencerá la
memoria”, pensé, y sumadas todas las memorias quizá envuelvan el futuro en un
manto de verdad y de justicia a las víctimas de este pueblo, incrustado entre
montañas, redivivo.
[1]
Téngase en cuenta la insurrección de Valencia acaudillada por Páez, lo que
daría pie a enfrentamientos jurídicos entre granadinos y venezolanos. La
separación de 1830 fue consecuencia de este suceso.
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